Los laberintos que creamos
Habían tratado de hacer esto cuatro o cinco veces en los últimos seis años. Nunca pasó más allá de la charla nocturna después de una discusión tensa y desesperada sobre la precariedad que los ahogaba. A la mañana siguiente lo olvidaban y se comprometían a decidir qué hacer en su debido momento. Su crisis no podía durar para siempre; incluso si así fuera, su mala suerte podría cambiar; seguramente encontrarían formas de ganar más dinero en medio de la economía caótica y mantenerse a flote, todos ellos. Pero la realidad impuesta los embistió con más fuerza de la que su optimismo podía soportar.
Esta vez, se aseguró de despertarse antes del amanecer. Calles desoladas, sin tráfico, sin mucha gente, ni siquiera perros o gatos con los que pelear. No le dio tiempo a su esposa para despedirse. En cinco minutos lo estaba dejando salir y cerrando la puerta detrás de ellos.
Como esperaba, Brandy comenzó a correr de una acera a la otra, emocionado de estar fuera. Solo 5 o 6 veces habían podido llevarlo a caminar. Los parques de esta ciudad habían asumido una regulación ridícula que prohibía las mascotas. Deben ser los únicos parques en todo el mundo con semejantes prohibiciones. Pero así era su mundo, absurdo y desconcertante.
Planeó una ruta en su mente que dificultaría que Brandy encontrara el camino de regreso.
Caminaron derecho por 3 cuadras sin ningún problema. Se comportaba como era de esperarse; saltando de un lado de la calle al otro. Llegaron a la plaza. Se sentó en un banco frío de cemento, aún humedo por el rocio; lo llamó, le acarició la cabeza y las orejas, habló con él, como se le habla a un niño en su primer día en la escuela.
“Sé bueno. Mantente a salvo. No muerdas a nadie, ¿de acuerdo? "
Brandy lo miró confundido, con sus grandes y expresivos ojos casi humanos. Con el corazón encogido, se levantó, giró a la izquierda una cuadra y se dirigió al mercado público.
Había algunas personas en esa calle, yendo y viniendo. Brandy se puso más inquieto e incluso se resbaló y se mojó las patas en las aguas negras de la cuneta.
Trató de mantener la calma, pero no pudo evitar regañarlo; luego se encontró bajando la voz como si no quisiera despertar a nadie. Brandy bajó la cabeza como solía hacerlo cuando lo reprendían, pero seguía trotando. Había estado trotando todo este tiempo, en realidad.
A medida que se acercaban a la entrada del mercado, el tráfico comenzó a generar ruidos no deseados, autobuses, camiones, motocicletas y bicicletas; gente gritando sus cantos de venta y el pandemonio habitual. Solo había unos pocos vendedores, pero se puso nervioso pensando que Brandy comenzaría a volverse loco.
Sin embargo, se portó muy bien, considerando las circunstancias. A medida que se acercaban a la nave del mercado, Brandy comenzó a trotar más cerca, en círculos, saltando de vez en cuando para lamerle la mano, buscando aprobación, una explicación, tal vez.
Algunas personas hacían ruidos con su boca llamándolo, tal vez pensando que era un perro extraviado que podían llevar a casa. Por un momento dudó si reaccionar a la intrusión o ignorarla y así facilitar el desapego. Le resultó difícil fingir que nunca había visto a este perro antes, que solo lo estaba siguiendo porque olía algo de comida en el morral del humano.
El hombre y el perro fastidioso entraron en la nave principal; más personas, más ruidos, a pesar de que la mayoría de los puestos seguían cerrados. Atravesaron la nave hasta llegar a la sección de desayunos. El hombre quería que el perro oliera la comida, tal vez que se instalara allí. Lamentablemente, todavía no había ningún quiosco abierto. Cero olores. Dieron la vuelta alrededor del área hasta pasar por la sección de pescados. Esto seguramente llamaría su atención. Había algunos vendedores de pescado, pero el perro ni se inmutó. Seguía trotando cerca de las piernas del hombre.
El hombre bajó por el área de los plátanos, un espacio abierto que solía estar lleno de camiones cargados a su máxima capacidad con plátanos maduros. Ahora era raro ver más de un camión a la vez. Había uno esta mañana y algunos vendedores alrededor. Unos cuantos vendedores de pollo, los vendedores habituales de casabe (vendían uno de los artículos más baratos, casi lo único que algunas personas podían comer, por lo que sus puestos de venta se habían multiplicado), y algunos niños conducían carretillas vacías, otras cargadas de plátanos. El hombre se volvió y, por primera vez en casi una hora, no vio al perro. Debió distraerse con algo. El hombre aceleró su paso, dobló a la izquierda, luego a la derecha, luego a la izquierda, se dio vuelta, nada. Siguió caminando; entró de nuevo en la nave, se volvió, nada. El hombre giró a la izquierda dentro de la nave hacia la entrada este y supo que estaba perdiendo al perro para siempre. Por un momento, el hombre quiso detenerse, regresar, disculparse. Pero mantuvo su propósito. Cuando salió de la nave, entró en una multitud cada vez más ruidosa en el antiguo estacionamiento principal que ahora lucía como un laberinto de vendedores. Solo había unos pocos autos en toda la ciudad. El estacionamiento se hizo demasiado grande y como la expansión del mercado se había retrasado por más de 20 años, las autoridades encontraron en la inmensidad de ese estacionamiento la solución perfecta para el problema de los vendedores sin locales.
El hombre se preguntaba si esta angustia que amenazaba con estrangularlo, que convertía sus piernas en gelatina y comenzaba a nublar su visión era lo que alguien siente al perder a un ser querido en un accidente, matar a alguien con sus propias manos o abandonar a un recién nacido.
El hombre sabía que nunca se lo perdonaría. Salió del mercado y caminó con pasos pesados todo el camino de regreso a casa, tomando diferentes calles, esperando dejar un rastro de migajas de su olor que le permitiera a Brandy encontrar el camino de regreso a casa desde cualquier dirección. No lo hizo ese día, o el día después o los siguientes.
El hombre entendió entonces las implicaciones psicológicas de ese viejo dicho sobre el criminal que siempre regresa a la escena del crimen. Solía pensar que solo un criminal estúpido haría eso. Y, sin embargo, durante el resto de su vida regresó a ese mercado, volviendo sobre sus pasos, esperando encontrar a su querido perro, viéndolo en cada pelaje blanco que se movía o que se acurrucaba en algún rincón sucio, temiendo encontrarlo muerto, golpeado por un automóvil o mutilado por otros perros. Siempre lamentaría que ese día salieron tan temprano que ni siquiera tuvieron la oportunidad de compartir una última comida.
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Imágenes propias editadas en fotoram.io
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