Tick tock, tick tock, sonaba el reloj en la mañana. Al principio, la pequeña abría sus ojos con párpados pesados, quería seguir descansando, pero recordaba que hoy sería un día especial. La feria había llegado al pueblo y su padre prometió comprarle unas ricas manzanas acarameladas, de esas que los buhoneros venden expuestas en grandes estacas decoradas.
Belly es una niña curiosa, pero a pesar de su tierna cara de angelito, su perspicaz astucia e intrépida agilidad le hacían una niña traviesa y difícil de controlar. Sus travesuras no contaban con desastres y pormenores; es de estas mentes persuasivas que pueden convencer los pensamientos de los demás y utilizarlos a su favor. Era la perfecta capataz de sus amigos, todos seguían sus ordenes al piel de la letra y por consiguiente, las maldades y travesuras que planificaba.
Pero hoy tenía una meta clara en su cabeza. Despertó de la cama saboreando las manzanas acarameladas que le habían prometido. Hoy no idearía un plan, no convencería a nadie, ni trazaría una mala treta, solo quería disfrutar de la feria en el pueblo y comer la dulce y suculenta fruta proclamada.
Con delicada sutileza, la hermosa niña se levanta de la cama, entra al baño para cepillarse los dientes y peinarse el cabello. Su padre preparaba el desayuno, la leña en el horno producía un elegante olor, tostando el suculento pan mañanero. La madre decoraba la mesa con un mantel de cuadros amarillos y blancos, un florero, los platos en la mesa y vasos de vidrio con leche fresca de sus propias vacas.
Bajando las escaleras de la humilde casa de madera, la pequeña Belly saltaba con la punta de sus zapatillas rojas. Modeló el vestido nuevo a sus padres, un hermoso ejemplar de tela roja y blanca con encajes dorados, unas hermosas y largas medias blancas ajustadas a sus piernitas, un bolso pequeño tejido por su madre y un lindo sobrerito atado a su cuello. El cabello bien tensado en dos colas trenzadas que, se asomaban por los costados un poco más debajo de sus hombros.
Apenas con 9 años, Belly es una niña muy inteligente y pícara, siempre atenta a cualquier oportunidad de salirse con la suya, engañar a alguien, pedir regalos o molestar a su hermanito Ubir. El chiquillo de 5 años, se sentaba en la mesa a esperar que su madre le sirviera la comida. Belly pasa frente a él pellizcándole la nariz y sacándole la lengua para molestarlo; pero el pequeño Ubir es un pequeñín orgulloso y aguanta las molestias de su hermana, como todo un caballerito.
Poco después del desayuno y arreglar la casa, la familia se prepara. Los padres visten al pequeño Ubir, entre tanto la linda y dulce Belly esperaba en el patio de la cabaña. Jugaba tranquilamente en el columpio que su padre colgó en el árbol principal. Pensaba en las jugosas manzanas rojas y acarameladas, con el jugoso néctar mezclado con la fruta, se le hacía agua la boca.
A la hora del medio día, la familia se encontraba lista. La madre cargaba al pequeño, y el padre sujetaba la mano de Belly para que no se perdiera en la multitud de la feria. La pequeña traviesa observaba todos los puestos de comidas y tiendas; ventas de frutas y cocteles deliciosos, parrilleras con carnes únicas, dulces desconocidos de todos los colores y sabores; gitanas vendiendo gemas, joyas y demás.
Extranjeros exponiendo pinturas y retratos, otros vendiendo telas y artesanías. Toda la feria era muy colorida y hermosa. Los hermanos ansiosos esperaban la hora de ir por los juegos donde siempre se divertían. Pero sus padres enfocaban su atención a otro tipo de recreaciones, obras de teatro con monólogos interesantes para los adultos.
Un bufón cantaba la famosa canción del ciervo blanco que comía manzanas doradas. La melodía narraba la facilidad con la que el animal gigante llegaba hasta la copa de los árboles para comer el fruto brillante. Belly llevaba a su hermanito de la mano, no le gustaba la canción, le recordaba las manzanas acarameladas que no se había podido comer todavía.
―Voy a buscar manzanas dulces ―le dijo Belly al oído de su hermanito.
―No te vayas… ―fue lo último que pudo decir el pequeñín, antes que su traviesa hermana huyera.
Belly paseó solitaria por la feria, buscando algún vendedor de manzanas. No encontraba a ninguno. ¿Acaso no era temporada de manzanas?
Llegó hasta el final de la feria, el sol se iba ocultando, seguramente sus padres estaban preocupados, buscándola por todas partes como siempre. Los cachetes rojos de la niña revelaban su enojo caprichoso. Pero justo cuando el sol comenzaba a bajar, la sombra de un gigantesco árbol, rozó los pies de la pequeña. Belly detalló la sombra de la arbolada y pudo ver frutos redondos en la silueta negra, plasmada en la grama.
Quizá no podría comerse una fruta acaramelada, pero alcanzaría esas manzanas de la cima. La intrépida niña corrió colina arriba en busca del árbol, pero cuando llegó a la cúspide, se dio cuenta que no había nada. Aquella sombra extraña desapareció, era imposible que los otros árboles desnutridos proyectaran aquella majestosa sombra.
«¿El árbol desapareció? Eso era imposible», pensaba Belly. Miró a su alrededor en busca de manzanas. Todos los árboles eran comunes y corrientes, desprovistos de frutos o bayas.
De repente, escuchó unos susurros, no eran sonidos animales, había personas en el bosque. Estaba anocheciendo, era momento de regresar a casa, y en cuanto Belly decidió retomar el camino, se topó con una cueva por el sendero… «Eso no estaba ahí», se juró a sí misma.
La gigantesca luna producía un aura y brillo encantador, la luz filtraba las hojas de los árboles hacia la misteriosa cueva; luego la intensidad de la luz revelaba de a poco, la anterior sombra arbolea desde la oscuridad de la cueva. ¿Cómo era eso posible?
El viento soplaba con fuerza, movía los árboles y sus sombras. La arbolada oscura del suelo no se veía afectada por la brisa. Esa sombra era extraña, pero Belly no tenía miedo. Una manzana rodó desde la cueva, dando saltitos hasta tropezar con las zapatillas de la niña.
La manita tomó la manzana. Belly inspeccionó el fruto, tan rojo como una mancha de sangre y tan hermoso como la primavera. Le dio un mordisco gustoso y el sabor dulce le recorrió toda la garganta refrescándola, su sabor le dio un fresco volumen y calidad a su cuerpo, despojándola del frío de la ventisca. Su sabor era aun mejor que una manzana acaramelada; no era empalagosa como el caramelo, una verdadera manzana de en sueños.
Terminó de comerse la manzana y arrojó el corazón lejos.
―¿Quieres otra manzana? ―dijo una voz susurrante, mezcla de varias tonalidades de edades: un niño, un adulto y un anciano al mismo tiempo.
Cuando Belly cruzó la mirada hacia la cueva, vio muchos puntos blancos brillantes. Inmediatamente entendió que eran: ojos atentos, observándola con detalle. La osada niña se quedó parada sin demostrar temor, su cara se sonrojó y frunció el ceño. Pudo contar seis personas que se movían constantemente en la oscuridad.
―¿Quiénes son? ―preguntó la niña.
―Somos amigos. Tenemos manzanas. ―y rodaron otra manzana por el suelo.
La niña caminó unos pasos más para coger la fruta, pero en vez de eso la pateó de vuelta a ellos.
―Quiero verlos ―exigió la niña, señalándolos con el dedo. No podía entender como la luz de la luna no penetraba la cueva.
―No podemos salir de la cueva. Tenemos manzanas ―dijo la voz, excusándose, reafirmando su anterior comentario.
―¿Qué forma tienen?, ¿son monstruos? ―cuestionó la niña sin temor alguno.
Las voces susurraron entre ellas pensando la respuesta, callaron un momento y luego contestaron.
―Somos altos ―dijo una voz.
―Y grandes ―dijo otra voz.
―Es lo mismo, tonto ―respondió otra voz, regañando a la segunda.
Belly se rió de ellos y se tapó la boca con ambas manos.
―No es gracioso ―se quejó una voz.
―Sí lo es ―respondió la niña, con rapidez y necedad.
―No lo es ―resonó otra voz.
―Una vez, una manzana dorada le cayó encima a Yobo mientras dormía. Eso sí es gracioso ―le explicó una voz.
―¿Por qué le contaste eso? ―cuestionó una voz, probablemente Yobo.
―Ella no sabe que es gracioso, y yo le explico ―aclaró la anterior voz.
Belly volvió a reírse con más fuerza.
―¡Viste! ―gritó la voz―. Si es gracioso ―aludió la voz.
―A Yobo no le gusta que le caigan manzanas en la cabeza ―dijo la voz enojada.
―A Yugu le da risa que le caigan manzanas en la cabeza a Yobo ―respondió una voz.
Todas las voces rieron justo a Belly, las luces de sus ojos se curvaban y pestañaban.
―Quiero una de esas manzanas doradas ―pidió la niña.
Las voces volvieron a susurrar entre ellas.
―Quiero una ― demandó la niña―. ¿Puedo probarla? ―volvió a preguntar.
Nuevamente las voces susurraron entre ellas.
―No ―dijo una voz.
―Si ―dijo otra voz.
Parece que no estaban de acuerdo, susurraron entre ellos otra vez.
―Yega dice que puedes comer una, si entras a la cueva ―dijo una voz.
―¿Quién es Yega? ―preguntó la niña.
―Yo soy Yega ―dijo una voz con emoción.
―¿Y por qué no me lo dices tú? ―cuestionó la pequeña.
Las voces volvieron a susurrar entre ellas.
―Yega le tiene miedo a la niña. La niña no se asusta y la manzana que pateó casi golpea a Yega en la rodilla― expuso la voz.
―¿Tienen rodillas? ―preguntó la niña.
―Claro, somos altos ―dijo una voz.
―Y grandes ―dijo otra voz.
―Eso ya lo dijimos, tonto ―se enojó otra voz.
―Yo tengo 6 rodillas ―dijo Belly engañosa.
―¡Mentirosa! ―gritó una voz―. Solo veo dos rodillas ― observó la voz.
―¿Y las de los brazos? ―preguntó una voz.
―Esas no son rodillas… son… ―la voz pensó por un momento.
―¡Codos! ―contestó otra voz recordando.
Belly volvió a reírse con fuerza, esas criaturas le daban mucha risa.
―Tengo más rodillas en mi bolsa mágica. ―la astucia cruzó la mente de la niña.
―¿Una bolsa mágica? ―preguntó una voz.
―Así es. Soy una pequeña bruja, por eso no les tengo miedo ―contestó Belly, con la mirada felina e infernal.
―Las brujas no existen ―dijo una voz.
―¿Qué haces con la bolsa mágica? ―preguntó otra voz.
―Si un extraño intenta lastimarme, yo le arranco las rodillas y las guardo en mi bolsa ―manifestó la niña señalando su bolso.
Las voces se sorprendieron al unísono. Y comenzaron a susurrar entre ellas.
―¿Pueden darme la manzana dorada? ―preguntó la niña, interrumpiendo la conversación privada.
―¿La niña va a entrar a la cueva? ―preguntó una voz.
―Si ―impugnó―. Pero si se atreven a engañarme, me llevaré las rodillas de todos ustedes: las de Yobo, las de Yega y las de Yugu ―declaraba con una sonrisa maligna.
―¡Se sabe nuestros nombres! ―dijo una voz asustada.
―Pero no se sabe el de Yigi, el de Yaga y el de Yebu ―conjeturó una voz.
―También me llevaré las rodillas de Yigi, las de Yaga y las de Yebu ―presumió la niña recordando perfectamente los nombres.
―¡Se sabe los nombres de ustedes también! ―dijo una voz sorprendida.
Las criaturas susurraron en silencio para que Belly no escuchara.
―Te dejaremos entrar ―aceptó una voz.
Belly caminó con cuidado paso a paso por la sombra de la arbolada. La oscuridad la invadía y sentía la fuerza magnética de la penumbra, arrastrándola dentro de la cueva. Una vez dentro, no se veía tan oscuro; podía distinguir las paredes rocosas, el musgo en el suelo, la yerba y el olor a humedad.
Con los ojos bien atentos y abiertos, observó a las criaturas, su visión se ajustaba a la oscuridad.
―No te asustes niña, somos amigos ―dijo una de las criaturas.
―Las brujas no se asustan ―respondió la niña ocultando su nerviosismo.
Ahora los veía perfectamente, o eso pensaba ella. Eran sombras de unos 2 metros de altura; ciertamente eran altos, pero solo eran eso. Simplemente sombras enormes, siluetas grandes con forma humana: dos brazos, dos piernas y una cabeza, aunque su cuello era tan grueso como un tronco. Belly pudo ver con atención el brillo de los ojos de las criaturas, pero no eran ojos, eran huecos iluminados; luces a través de agujeros faciales, aunque no tuviesen rostro.
―¿Y bien? ―objetó la niña.
―¿Y bien qué? ―dijo una criatura.
―¿Dónde están las manzanas? ―demandó, levantándole la mano a uno de ellos.
―Te daremos la manzana dorada, pero no puedes decirle a nadie donde estamos. ―una de las criaturas le hizo prometer.
―Ni siquiera sé dónde estoy ―contestó ella.
Se miraron unos a otros y susurraron entre ellos. Uno inició la caminata adentrándose a la cueva, los otros cinco lo siguieron junto a Belly. Luego de cruzar una esquina, una luz brillante aparecía al final del túnel, como esos que cuentan cuando alguien está a punto de morir.
―¿A dónde me llevan? ―cuestionó Belly.
―Al árbol de manzanas, ¿a dónde más iríamos? ―dijo uno de ellos.
Uno a uno iban cruzando el portal de luz, el destello se los tragaba y la pequeña no tuvo más remedio que seguirles el paso.
La luz la cegaba, su vista tardó en acomodarse, incluso más que en la oscuridad. Ahora se encontraba en otro lugar, una hermosa pradera verde y amarilla. El gigantesco árbol de la sombra estaba ahí, encima de una colina llena de margaritas.
Miró al cielo con curiosidad, no había nubes, y su color era innato, totalmente blanco e inexistente. Las criaturas estaban alrededor del árbol, pero eran distintas, ya no eran sombras oscuras, eran luces brillantes con forma humana. Inmensas ánimas resplandecientes con ojos negros. La magia de ese lugar intercambió los colores de los susurrantes.
―Aquí está la manzana ―dijo una criatura extendiendo su brazo largo por el árbol, arrancó con suavidad la fruta y bajó la mano para darle la manzana a la pequeña―. Pero cuando se come el tiempo se pone raro― dijo la criatura, pero Belly no le tomó importancia.
―Muchas gracias ―correspondió Belly con una pequeña reverencia.
La manzana dorada era increíblemente hermosa. La luz del cielo le daba un brillo encantador, mucho más apetecible a la manzana roja que devoró hace algunos momentos. Belly abrió su boca bien grande y le dio un gustoso mordisco a la manzana.
La sorpresa fue tanta como la vez anterior, pero Belly no se esperaba esto. Casi vomita, asqueada del horrible sabor de la manzana dorada. La mordida le supo a pescado podrido y cuando el jugo recorrió su boca, le supo a sumo de gusanos. Luego olió la fruta y le recordó al hedor de las cucarachas cuando se les aplasta.
―¡Esto sabe horrible! ―gritó la niña tosiendo y escupiendo el trozo de manzana dorada.
―La manzana dorada no es para comer ―dijo una de las criaturas, señalando la fruta con el dedo.
―¿Por qué no me dijeron eso antes? ―vociferó la niña enojada.
―Tú no preguntaste ―contestó una de las criaturas.
―La niña solo quería comer ―agregó otra criatura.
―Las doradas no se comen, las rojas sí. Pero la niña pateó la manzana roja que le dimos ―habló una tercera.
Belly puso su cara tan roja como un tomate, le hervía el enojo por las orejas y los amenazó.
―Llévenme a mi mundo, antes que me enoje y les arranque sus rodillas ―ordenó la furiosa chiquilla.
Las criaturas se reunieron y susurraron entre ellas. Tomando distancia, escoltaron a la niña peligrosa por otro sendero de luz. Luego caminó por la cueva hasta abandonar el agujero oscuro.
―No vuelvas a comer manzanas doradas ―dijo una de las criaturas y se rió un poco―. El tiempo se pone raro― volvió a decir.
―No me parece gracioso ―contestó la niña y cruzó la entrada hacia el bosque.
―A nosotros sí ―dijeron las voces entre risas. Fue lo último que Belly escuchó de ellas.
Al cruzar la entrada, ya era de día. Había pasado mucho tiempo en el otro lado de la cueva. Explorando un poco el bosque, logró encontrar un camino directo a casa. Pero el pueblo era extraño, las casas ya no eran de madera y las calles no eran de piedra.
Las casas eran gigantes, unas encimas de otras. Calles de roca lisa y carretas sin caballos. Era su pueblo… pero no lo era… Belly se sabía el camino a su casa de campo, corrió por todo el lugar hasta llegar a su morada.
Su casa estaba igual, no había sufrido cambios, pero de cerca notó la diferencia, era vieja y polvorienta, maloliente y fea.
―¡Papá, mamá, estoy aquí! ―gritó la niña tocando la puerta. El trozo de madera se abrió por sí solo, la puerta no tenía seguro.
Belly entró con curiosidad. La mesa con el mantel no estaba, los utensilios en la cocina habían desaparecido, todo estaba lleno de polvo y escuchó repentinamente una tos desde la planta de arriba.
Agarró un palo del suelo para defenderse, temía que fuese una rata la que bajara por las escaleras. Pero en vez de un roedor, se asomó un anciano bajando a paso lento. Un señor arrugado y canoso.
―¿Belly? ―preguntó el anciano, con los ojos bien abiertos como platos blancos―. ¿Realmente eres tú? ―dijo frotándose los ojos.
―Si… ¿Quién eres? ―cuestionó la niña, apuntando al anciano con el palo. Pero después bajó la mano, no sentía amenaza alguna del pobre viejo.
―Soy yo Belly… tu hermano, Ubir ―contestó el anciano, palpándose el pecho con ambas manos.
La niña se asustó por primera vez y dejó caer el palo de madera en el polvoriento suelo de su casa.
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