El año pasado descubrí autores que eran nuevos para mí aunque llevaran rato circulando en las librerías. Con tantos libros, tantos nombres y tantas lecturas pendientes, a veces se dificulta interpolar entre ellos aventuras hacia nuevos territorios. Uno de esos maravillosos descubrimientos fue el escritor chileno Hernán Rivera Letelier.
La mayoría de sus libros están ambientados en la pampa nortina (Talca, Antofagasta y el desierto de Atacama son escenarios frecuentes) y en la vida dentro de las salitreras en donde el propio autor vivió y trabajó durante años, con sus mineros, sus familias, casas rurales y hasta prostíbulos. El mejor retrato de esta vida se puede ver en su primera novela, La Reina Isabel cantaba rancheras, una obra única en su especie que demuestra un talento literario excepcional que se agradece en nuestros tiempos.
Además de ese libro, he leído otros del autor, pero uno de los que más me gustó fue su novela La contadora de películas que relata la historia de María Margarita, una niña que, ante la llegada del cine y la imposibilidad de su familia y de algunos vecinos para asistir a las funciones, relata en su casa lo que ha visto en el celuloide, con una gracia interpretativa como si "la contara en technicolor y cinemascope". Fue precisamente en esta novela en donde me topé con la frase sobre la que quiero reflexionar hoy:
"...a toda la gente le gusta que le cuenten historias. Quieren salirse por un momento de la realidad y vivir esos mundos de ficción de las películas, de los radioteatros, de las novelas"
Las negritas son mías, partamos por allí. Desde tiempos inmemoriales el hombre ha creado ficciones y se ha congregado para escuchar narraciones. Las religiones primitivas (incluso las modernas), los mitos y leyendas de los pueblos precolombinos, la poesía griega, las historias que alrededor del fuego se relataban los seres humanos en la antigüedad, reflejan ese deseo de alilmentarse de relatos.
Primero fueron transmitidas de manera oral de generación en generación, luego pasaron a las paredes de los mausoleos y de las cuevas, hasta la invención de la escritura, lo que dio un espaldarazo a la proliferación de historias. El teatro, la novela, la poesía, los cuentos, alimentaron la imaginación de las personas durante siglos, luego vinieron el cine, la radio, la televisión, todos ellos satisfaciendo esa necesidad primigenia en el hombre.
¿Cuántas personas conocen ustedes que no disfruten un libro, una película, una crónica, una obra de teatro, incluso un chiste, un chisme o el relato de una anécdota? Quizás se deba en parte a lo que genera en nuestra mente ese conjunto de palabras que el otro nos entrega, pero lo cierto es que somos devoradores de historias, de relatos, nos gusta que nos cuenten cosas.
En cuanto a la segunda parte de la frase de Letelier, estoy de acuerdo con ella, pero también son su opuesto. Sí, es posible que muchas personas quieran "salirse por un momento de la realidad y vivir esos mundos de ficción", explorar el espacio, descubrir culturas ajenas y lejanas, leer poesía del siglo de oro, buscando cosas que sean diferentes a su vida diaria, a su realidad imediata. Las historias pueden ser, para algunos, un escape.
Pero grandes autores e historias nos han enseñado que en los libros y en las películas buscamos también comprender nuestra realidad. Al ver Avatar es inevitable pensar en la colonización europea de América del Sur, es una fantasía espacial que alejándonos a un planeta inesxistente en un futuro remoto nos habla de nuestra propia historia.
Yo puedo querer ver una película para distraerme, pero luego comienzo a sentirme identificado con algún personaje, reflexiono sobre sus acciones y me doy cuenta de que, de estar allí, en esa situación, habría obrado de forma distinta, conduciéndome a un reconocimiento propio, a descubrir algo de mí que ignoraba, algo que no sabía que sabía. De igual forma, los libros que se leen, más allá de las historias que nos cuentan, llegan a tocarnos alguna fibra sensible porque, en palabras de Carlos Ruiz Zafón:
"Los libros son espejos: sólo se ve en ellos lo que uno ya lleva dentro
Por eso amamos que nos cuenten historias. Ya sea leyendo un libro, viendo una película, escuchando un podcast (el radioteatro del siglo XXI), o prestando atención a alguna anécdota del abuelo, de un compañero, de un profesor, de un vecino, todas esas historias nos entretienen, nos generan placer, sí, pero también las amamos porque nos reconocemos en ellas, porque cuando nos hablan de la selva amazónica, de la guerra de secesión, o de la arbitrariedad de la memoria, no sólo edifican mundos imaginarios, sino que extraen eso que llevamos dentro y nos lo muestran como si estuviera afuera. Allí esta la magia de las historias, el truco es hacernos ver, con palabras, sonidos y colores, eso que siempre ha estado allí, invisible a los ojos.
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