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<p dir="auto">El abuelo, dueño absoluto de su sillón junto a la ventana, observaba el ir y venir de los vecinos con esa indiferencia digna de quien ha visto demasiado. La casa, desgastada, tenía un aire eterno, cada grieta, cada mueble viejo compartían con el abuelo un pacto silencioso de resistencia.
<p dir="auto">Una tarde, una mujer apareció frente a la casa. La señora, de rostro pálido y mirada intensa, vestía con una elegancia que contrastaba con el descuido del barrio. El abuelo, quien notaba todo desde su puesto, arrugó la frente al verla acercarse. Pensó que era otra vendedora fastidiosa mientras se hundía en su sillón. Tal vez traía otra de esas pólizas de vida y gastos funerarios que él jamás compraba o se afiliaba. Él afirmaba que eso eran cosas absurdas y no quería oír ni una palabra.
<p dir="auto">La mujer se instaló en la puerta tocando con insistencia en espera de ser atendida. La incomodidad empezó arropar toda la casa, cada objeto, cada rincón sentían la presencia intrusa. El abuelo, impaciente, cruzó los brazos, convencido de que, si él no atendía, ella se cansaría y se iría.
<p dir="auto">Pero Anastasia (ese era su nombre), no se iba. Más bien, avanzó con pasos suaves pero determinados hasta colocarse frente a la ventana. Parecía que le dirigía una invitación muda, como si su sola presencia fuera un mensaje que el abuelo se negaba a escuchar. Y ahí, frente a él, con su figura etérea, continuó observándolo sin prisa, convirtiéndose en un peso incómodo.
<p dir="auto">El abuelo sintió que su corazón latía más rápido, tal vez por la incomodidad. Sin darse cuenta, había apretado los puños y su rostro enrojeció. El sonido de su respiración se volvió irregular, y de repente, un agudo dolor le atravesó el pecho.
<p dir="auto">En ese instante, una comprensión siniestra lo sacudió: Anastasia no era una vendedora, mucho menos una vecina. El abuelo, sin poder controlar el ataque de furia que lo había llevado a ese estado, sintió que el aire se le escapaba, la fuerza se disolvía y su visión se volvía borrosa. Dejó caer los brazos, y mientras el dolor lo iba consumiendo, lo último que escuchó fue una sentencia ineludible.
<p dir="auto">La señora, con una leve sonrisa en el rostro, inclinó la cabeza y le susurró: “Siempre logro lo que quiero. Te vienes conmigo”.
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<p dir="auto"><code>Todos los Derechos Reservados. © Copyright 2024 Germán Andrade G.
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<p dir="auto"><code>Caracas, 9 de noviembre del 2024
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Hola, de nuevo, agradecido por vuestro apoyo.
Saludos.
Exquisito relato, da gusto leerlo.
Y sí, Anastasia tiene razón siempre se sale con la suya. 😜
Agradecido por tu amable visita.
¡Saludos!