Érase una vez una rata // relato


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Érase una vez una rata

En los oscuros callejones de la ciudad, donde las sombras se entrelazan como hilos de una tela de araña, vivía un hombre llamado Emanuel, un hombre corriente; con una vida marcada por la monotonía y la mediocridad. Atrapado en una especie de reloj que marcaba los días sin variación.

Cada mañana se despertaba en su pequeño apartamento, con las mismas paredes desconchadas y la misma vista a un estrecho callejón. Junto a su mujer, que parecía una momia a la que nunca tocaba ni dirigía más de cinco palabras. Y el aroma del café recién hecho llenaba siempre el lugar mientras se vestía con su camisa arrugada y sus pantalones gastados.

Trabajaba en una tienda de antigüedades, rodeado de objetos que parecían añorar tiempos pasados. El polvo, los libros amarillentos y los muebles desgastados eran su compañía constante. Su jefe, el Sr. Nicolini, era un hombre de pocas palabras y muchas arrugas. Emanuel pasaba los días organizando objetos olvidados, puliendo lámparas y escuchando historias de clientes que venían en busca de tesoros perdidos.

Las tardes eran igual de previsibles. Emanuel almorzaba solo en un pequeño café cercano, donde la camarera, doña Lina, le servía su sopa de lentejas con una sonrisa cansada. Luego volvía a la tienda, donde el tiempo parecía haberse detenido. Incluso las manecillas del reloj avanzaban lentamente mientras él leía viejas cartas, examinaba relojes antiguos y soñaba con aventuras que nunca viviría.



Por las noches, casi siempre encontraba a su amargada esposa preparándose para irse a la cama, así que cenaba solo en la sala. Mientras la televisión parpadeaba en blanco y negro, mostrando noticias de un mundo que le parecía ajeno. A veces, se asomaba a la ventana para fumar y observar las luces de la ciudad, preguntándose si habría algo más allá de su monótona vida, algo que le sacudiera de su letargo. Pero la respuesta era siempre la misma: no.

Un día, mientras limpiaba una vieja caja de madera, encontró una carta amarillenta. La tinta estaba gastada, pero aún se leía: «El tesoro de la rata». Emanuel se quedó intrigado. ¿Qué tesoro sería ese? ¿Quién era la rata? La carta no daba detalles, solamente una dirección y una advertencia: «No reveles esto a nadie».

Entusiasmado, empezó a investigar y descubrió que la rata había sido un famoso ladrón en la década de 1934. Se decía que había atesorado y escondido su botín en algún lugar de la ciudad antes de desaparecer misteriosamente. Emanuel se obsesionó con la idea de encontrar ese tesoro. ¿Qué puede haber más emocionante que un tesoro legendario?

Así que comenzó a planearlo. Estudió mapas antiguos, siguió pistas y se adentró en los rincones más peligrosos. Pero el tesoro de la rata no era fácil de encontrar; cada pista le llevaba a callejones oscuros, sótanos abandonados y edificios en ruinas. La ciudad parecía conspirar contra él, como si supiera que no era digno de su secreto.



Una noche, mientras exploraba un viejo teatro, Emanuel oyó un ruido. Siguió el sonido hasta el escenario, donde encontró una trampilla oculta. Descendió por una empinada escalera, y allí se encontró en una bóveda subterránea. Con la luz de una lámpara de aceite, al fin vio lo que buscaba.

Era el tesoro, una colección de joyas, monedas de oro y objetos preciosos. Pero lo que más le llamó la atención fue un pequeño libro encuadernado en cuero. Lo abrió y leyó las palabras escritas en la primera página: «El precio del robo es la soledad».

A Emanuel le dio un vuelco el corazón: ¿qué significaba aquello, había pagado un precio por su búsqueda? Miró a su alrededor, sintiendo que alguien le observaba. Pero no había más que riquezas.

Decidió llevarse parte del tesoro. Pero cuando salió a la superficie, la ciudad estaba en silencio. Las calles desiertas, como si el mundo hubiera desaparecido. Se sintió solo, atrapado entre la codicia y la soledad.

Entonces se convirtió en algo más aterrador, un bandido que robaba y mataba sin piedad para que su botín creciera y se mantuviera en secreto. Incluso, se alejó de su mujer y del señor Nicolini. Cada vez que miraba el tesoro, sentía un escalofrío en el corazón; era el precio, y lo pagaba con creces.



La monotonía se rompió, y la soledad llegó también, como una sombra aferrada a su espalda. Emanuel se convirtió en un ladrón, pero no solo de tesoros materiales; también robó su propia tranquilidad. Porque las joyas de la rata pesaban sobre su alma.


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