Te veía caminar con aletargado paso, en los amplios pasillos del hospital, el bullicio de las sirenas de ambulancias sonaban, se escuchaba a los camilleros rodar con prisa camillas o sillas de ruedas, y yo, yo solo me dedicaba a admirar tu andar.

Sabiduría, amor, bondad y fe, son los pilares que admiraba de aquella mujer, cuya enfermedad no pudo ganarle el paso, ni quitarle su sonrisa.

Ni el ruido, ni los sollozos de otras personas me distraía de tus brazos abiertos para abrazarme, viendo cómo llegabas hasta donde yo me encontraba, era lo más importante, porque tu premio y mi premio era ver que lo lograste. Pero eso no solo sucedía en el hospital, sino cuando nos reuníamos en algún lugar. Por que, madre de mi vida, siempre procuré llegar un poco más tarde que tú, solo para verte recibirme con esos brazos bien abiertos y darme todo tu amor y mirar en tus ojitos preciosos, el brillo de la alegría de verme. Ahora tengo la certeza, que tus brazos hermosos me acurrucan siempre por las noches y me acaricias en mis insomnios. Alegría y llanto se cruzan, porque a pesar que ya no puedo verte, siempre serás mi roca fuerte, y que cuando la tristeza a mi me toque, tus pasos cortos irán a mi encuentro con tus brazos bien abiertos.