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Los rieles del tren se perdían a lo lejos hacia ambos lados, en la llanura más amplia que jamás había creado, cubierta por una vegetación alta, más viva que cualquier otra. Había algo de especial en ese lugar, en ese transporte que pronto vendría a recogerlo, seguramente materializándose de la nada como el papel de la biblioteca, o tal vez regresando de un recorrido circular; no recordaba del todo cómo había sido el diseño de las vías. Lo cierto era que esperaba con suma impaciencia, sentado en un banco de madera erigido sobre una gran losa de piedra. Aparte de querer llegar pronto adonde se encontraba ella, también deseaba, por curiosidad, echarle un vistazo a los objetos vivos que habitaban la máquina.
Se escuchó el traquetear de la locomotora aproximándose, y un notable vibrar se apoderó de la losa de piedra. El ferrocarril era negro (sus vagones, todo) y estaba conformado por un centenar de coches-restaurante cuya visión se tornaba para Aristo en un sentimiento sobrecogedor de opresión, como si supiera lo que estaba a punto de suceder. Con las manos sudando, casi temblando, luego de esperar a que se detuviera el gran transporte, subió a uno de los coches, cerrando fuertemente los ojos, como esperando una terrible sorpresa. Allí estaban las mesas y los asientos, vacíos, esperando por los clientes que nunca llegarían, bañados por la penumbra que, a pesar de las ventanas abiertas, no terminaba de disiparse. Al fondo, la cocina ocultaba algo que resultaba muy familiar, algo que se removía, enrollaba, danzaba como una nube de objetos muy livianos llevados por el viento.
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La máquina dio una sacudida e inició su marcha, con lo cual Aristo, temeroso de caerse, fue a sentarse ante la mesa más cercana, desde donde podía apreciar el paisaje a través de la ventana. La nube de pequeños objetos provocaba un murmullo metálico, como un montón de lata partida en miles de trozos. Instantes luego, los pequeños objetos se juntaron y formaron un ser de apariencia humana, un mozo plateado de cara robótica, quien a continuación se aproximó a Aristo sosteniendo en una mano la bandeja repleta de copas con vino.
—A sus órdenes, señor —dijo el personaje con un tono algo pretencioso.
—Hola —dijo Aristo, quien, luego de tomar una de las copas, agregó con una sonrisa forzada—. Gracias.
—¿Otra vez tú aquí? —exclamó una voz desde alguna parte, una voz estridente.
Aristo miró en todas direcciones, aprensivo, seguro de que se encontraría con un ser desagradable que no había sido creado por él, un monstruo tal vez.
—Aquí estoy —espetó la voz.
El joven miró hacia arriba, adonde le pareció que sonó más fuerte esa última frase. Un grupo de cadenas delgadas, plateadas, flotaban cerca del techo, a mitad de camino hacia la cocina, y con sus siluetas, sus curvas, daban forma a un rostro, un rostro muy tosco, con bigote y barba, y mirada despreciativa. Sería el tercer rostro humano (no robótico) jamás traído allí con sus dibujos, pero el cual nunca pudo convertirse en una persona real.
—¿Quién eres? —dijo Aristo, asombrado, aun sabiendo que Melinda le había instado a crearlo esperanzada en tener a un ser más sabio en el grupo.
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—¡Ja! Ni siquiera te acuerdas de mí ni de este maldito viaje.
—Sí me acuerdo. Te creé hace poco.
—No me refiero a eso, muchacho.
—Déjalo ya —intervino el mozo—. No lo recordará a menos que quiera.
—Uhm, como quieras —dijo el rostro—. A ver, Aristo, ¿por qué estás aquí? ¿A quién buscas?
—Pues a Melinda.
—Eso lo sabemos —dijo el mozo—. Lo que la pregunta quiere decir es si entiendes a quién estás buscando.
—Mmmm, no comprendo. Explíquenme.
—Estás buscando más dolor del que podrías soportar —dijo el rostro—. A eso me refiero. Si vas tras ella puedo afirmar que eres un masoquista.
—¿Masoquista, yo?
—Sí, pequeñín. En primer lugar nunca debiste aceptar una eternidad con ella, sabiendo lo que te hizo.
—No entien…
Aristo dejó la palabra a punto de salir, a medio camino, pues un destello de certidumbre pasó por su cabeza, un destello que lo dejó en shock. Imágenes inconexas cruzaron su mente, imágenes perturbadoras, confusas, oscuras. Vio a Melinda salir por una puerta desvencijada, con cara de enojo furibundo, mirándolo a él como si fuera la cosa más odiable del universo. ¿Dónde ocurrió eso? No lo recordaba, pero por momentos le hizo creer que había sido en alguna otra realidad, como en un universo distinto, con leyes distintas. De súbito, al volver su atención al tren, se dio cuenta de que había derramado el vino sobre la mesa, encima de algo que antes no estaba, un periódico cuya primera plana anunciaba un cataclismo, un apocalipsis inimaginable cerniéndose sobre una ciudad desconocida, cuyo nombre no recordaba haber oído jamás, pero que a la vez daba una sensación de familiaridad.
—No lo va a lograr —dijo el rostro.
—Claro que no lo hará —dijo el mozo, en tono enojado—. Está atrapado, y siempre lo estará mientras ella tenga en su poder el amuleto. Nadie lo puede salvar, y… —Se detuvo un momento al ver las lágrimas correr por el rostro desconcertado de Aristo—. Será peor cuando ella venga.
El tren lo dejó lo más cerca posible al lugar donde, según el rostro de cadenas, podía encontrarse Melinda, tras recorrer amplios terrenos de lo mismo, llanura repleta de hierba verde. Y aún faltaba mucho para que este panorama cambiase, por lo cual Aristo, todavía un poco ensimismado, continuó caminando, ignorando el “Buena suerte” que le soltó el mozo desde la puerta del coche-restaurante. Hombre, había algo importante que hacer como para estar con formalidades. Aquel destello de viejos recuerdos había empeorado su situación, había hundido, por así decirlo, su psique en una zona pantanosa de aquellos tormentos que habían acabado con su felicidad hacía bastante tiempo, en un lugar remoto.
No supo en qué momento, de entre las cientos de horas que vagó por los terrenos de su creación, empezó a hablar solo, a conversar consigo mismo como si le acompañase otra persona. La conversación fluía, y él se respondía de tal manera que parecía como si de verdad hubiese otro individuo en su cabeza.
—Tal vez se encuentra en el bosque multicolor, quién sabe —decía su otro yo, muchas horas después de haber aparecido.
—Posiblemente tengas razón, pero eso está bastante lejos, no llegaremos tan rápido como lo que duras en decírmelo —respondía él.
—In aeternum.
—¿Qué?
—In aeternum. ¿Sabes lo que significa?
—No.
—Quizá es algo importante.
—No significa nada. Es una simple frase escrita en una biblioteca donde hay máquinas de escribir que no saben lo que hacen. Si ellas la pusieron allí, no significa nada.
—Recuerda que, aunque la mayoría de las cosas que escriben no tienen sentido, en cierta ocasión te inspiraron con frases verdaderas, frases que trajeron todos esos dibujos que acumulas en tu estudio.
—Pero esas palabras las entendí, en cambio ese par de sonidos que pretendes hacerme aceptar como palabras reales nunca han despertado en mí algo.
—Bien, dejemos el tema por ahora. ¿Piensas ir al bosque?
—Sí.
El intercambio de ideas, asumiendo que de verdad ocurrió, continuó durante otro rato más, mientras el niño caminaba por una zona cubierta de una hierba ocre. Pero no hemos de llamarlo niño otra vez, ya que, durante los seis meses de arduo trabajo, un cambio notable ocurrió en él; contra todo pronóstico, pegó un estirón que ni él mismo notó, el suficiente como para llegar casi a la estatura de Melinda, cosa que no ha podido verificar debido a que no la ha tenido suficiente tiempo al lado. Ahora dignémonos en llamarlo muchacho o joven, pues sería acertado afirmar que se encuentra, según su apariencia, en esa fase entre la niñez y la adultez, la cual suelen denominar como adolescencia. Y este adolescente, entre cantar de pájaros, fuertes vientos y conversaciones inventadas, se dirigió a unas montañas cuyas cimas se perdían entre las nubes, pues, según recordaba, detrás de ellas se encontraban los árboles de hojas multicolores. No guardaba mayores esperanzas de encontrar a la chica allí como de hallarla en medio de su estudio de dibujo, pero sentía ganas de ver lo que había hecho. Al fin y al cabo, se la había pasado encerrado en aquella vivienda sin poder verificar la aparición de cada cosa dibujada.
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A pocos kilómetros de la falda de una de las montañas, se encontró con un perro lanudo, de pelaje grisáceo. Se trataba de un Collie barbudo, cuyo nombre, escrito en cada esquina de las páginas donde fue dibujado, era Apolo; correteaba dando brincos, detrás de una mariposa especialmente grande, quizá capaz de tapar el pecho de Aristo, sin dar señales de cansarse. El muchacho interrumpió su conversación consigo apenas estuvo lo suficientemente cerca como para llamar al canino por su nombre. No pudo existir mejor palabra para suspender el constante correteo del animal, fue como si pronunciara un conjuro de magia. Los ojos de Apolo se enfocaron en la persona que se le acercaba, dejando que la mariposa escapara; un segundo llamado hizo que se echara a correr a su encuentro, lanzando uno que otro ladrido de alegría. Aristo trató de impedir lo que se venía, pero fue inevitable; en lo que se lanzó sobre él, ambos cayeron al suelo. La lengua de Apolo fue restregándose en el rostro del joven como una desenfrenada señal de afecto.
—¡Para, para! —exclamó Aristo.
Fue quizá lo más cerca que estuvo de reír en ese viaje. A continuación, decidió que quería la compañía de Apolo para cruzar la zona montañosa; así por lo menos conversaría con él, aunque no le respondiese nunca, en vez de con aquella persona inventada. La nueva fase del viaje inició muy animosa, al menos para el perro, cuya hiperactividad era envidiable; no obstante, pronto los dos se encontrarían en verdaderos aprietos. La montaña que se proponían escalar, que era tan solo una de las tantas que les quedaban por delante, tenía un espíritu (cosa que sabemos no es literal) inquebrantable, unas subidas empinadas y filos que la convertían en la menos amistosa, la indomable. Tal vez, en un futuro, de entre las otras, no encontrarían una peor, una más riesgosa. Varias veces estuvieron a punto de caer, salvándose por poco; se ayudaron mutuamente para escalar ciertas pendientes que obligaban a Aristo a arrastrarse, usando la fuerza de las manos. Pero eso no fue todo, ya que cuando llegaron a la altura de las nubes, un viento frío empezó a arrebatarles el calor. El pelambre de Apolo ayudaba mucho, pero Aristo solo llevaba el pijama y sus sandalias azules, por lo cual se convertía en el blanco fácil de cualquier ráfaga desalmada con ganas de derribarlo, obligarle a acurrucarse y rendirse, mas lo que siguió al afluente golpear de los vientos fue algo que, aunque no se lo esperaban, les sirvió para ampararse de la situación. Hallaron una grieta, o bien podemos decir una cueva, que atravesaba la roca en profundidad, con el suficiente espacio para que ambos entrasen y se apelotonasen para compartirse el calor.
Cegados por la acumulación de las nubes, no tenían idea de a qué altura se hallaban; no lograban ver más allá de la salida. Apolo, que en su condición de perro no estaba en capacidad de analizar las circunstancias, era todo un mar de emociones y reacciones instintivas; aunque el muchacho no lo supiera, el animal reconocía y conservaba un vínculo que significaba el haber surgido de la mano del dibujante, la persona que lo creó. Aquel lazo era irremplazable, las intenciones del canino siempre irían en pos de protegerle, siempre habría una preocupación latente por ayudarle y verlo feliz. Apolo no le abandonaría, afirmación que quizá hubiese sido útil que conociera; sin embargo, incluso si apareciese alguien en la cueva para hacerle saber esta realidad, no entendería. El viaje debía continuar y Apolo, en su inmensa lealtad, no trataría de detener los designios de Aristo. Un par de horas luego, cuando el joven se sintió en condiciones para salir, volvieron a las peligrosas subidas.
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Las nubes no cubrían la cima, la cual descollaba como por encima de un mar blanco. El cielo, que jamás se había asomado en todas las horas que llevaba Aristo en su isla, estaba sereno, de un color azul ceniciento, coronado por una esfera luminosa, el sol, que se había detenido, desde siempre, en el punto central de la esfera celeste. De allí no se veía otra cima rocosa más que aquella, lo que significaba que las otras montañas no eran lo suficientemente altas como para permitir semejante vista tan perfecta. El joven, abrazándose a sí mismo, con Apolo parado a su lado, pegado de su pierna, se quedó unos minutos allí para memorizar el ambiente, o quizá con el objeto de permitirse pensar en sus asuntos, no tan agradables, de un modo distinto. Cabe decir que no obtuvo buenos resultados, que siguió, sin ningún remedio, sintiéndose acongojado, vacío, angustiado. El horizonte blanco, la superficie en movimiento de aquellas nubes, cuyo color a veces variaba, tendiendo al gris (por su aparente carga de agua), y el cielo, no le brindaban nada que apaciguase la terrible necesidad de seguir buscando a Melinda, quien se alejaba, se alejaba tanto que sentía (estaba seguro) que pronto ya no podría alcanzarla, llegaría el momento en que no habría modo de volverla a ver, no sabía cómo ni cuándo, pero la seguridad de que ello se acercaba le pesaba en la conciencia.
—Apolo, bajemos —dijo mirando al perro, que a su vez le miraba a los ojos.
Las manos de Aristo estaban entumecidas, unos interesantes cristales de hielo empezaban a formarse entre los vellos de sus cejas, muy pequeños pero notables. En un arranque impulsivo, se los retiró de un zarpazo con la mano, luego volvió a cruzarse de brazos y, haciéndole una seña a Apolo con la cabeza, emprendió el descenso. Entre pasos lentos y pequeños tropiezos, se fueron acercando a las nubes, las cuales empezaban a lanzar destellos de relámpagos; la lluvia que nunca llegaba, ahora que el tiempo le había sido devuelto, se apresuraba a seguir su ciclo. Comprendió el muchacho que pronto se vería en la necesidad de buscar otro refugio, y más le valía que fuese tan acogedor como el anterior, cosa que consideraba poco probable; incluso había pocas probabilidades de hallar siquiera algo que le sirviese de resguardo. Cuando dibujó las montañas, no se propuso ni le pasó por la mente la idea de crearles tan útiles espacios de descanso; de hecho, y ello era algo que le extrañaba, no recordaba haber dibujado el que le salvase hacía poco. Por lo tanto, ahora le tocaba recibir todo el maltrato que le deparasen las nubes.
En cierto momento, estando muy cerca de lo que podría llamarse el nivel del mar de nubes, algo le sacó de sus reflexiones. Esto se trató, con innegable singularidad, de un hecho que merecería un puesto especial entre lo extraño que ya venía siendo todo lo normal de aquel lugar. Que una cosa (porque no se trataba, con obvias razones, de un animal u otro ser vivo) cruzara el cielo despejado, a tanta distancia que sus rasgos eran imperceptibles, dejando una especie de rastro blanquecino, una línea que bien podía estar hecha del mismo material de las nubes, sin dar razón o señales de percibir lo que había debajo, hacía pensar a Aristo que se trataba de algún raro objeto que fuese lanzado por algo, quizá el espejo, para quién sabe qué propósito. Permitiéndose presenciar con mayor detalle el fenómeno, se detuvo, dejando que Apolo se adelantase, lo cual a los segundos dejó de hacer, pues, como le dictaba su instinto, su objetivo era acompañarle a donde quiera que fuese. Y allí se quedó el joven, esperando a que la cosa, el peculiar objeto, que se apreciaba como un diminuto punto negro en la distancia, se perdiera en el horizonte.
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—¿Viste eso, Apolo? —preguntó a su acompañante, quien sólo le miraba, con la lengua afuera, jadeando, mientras emitía cierto sonido, muy parecido a un gemido, con lo que trataba de instarle, posiblemente, a continuar.