Lo que hoy les voy a relatar, lo voy a recrear en primera persona, a manera de ser la voz externa de muchos compatriotas venezolanos que sufren en silencio en la geografía ajena de otro país, al que han tenido que emigrar por la imperiosa necesidad de buscar la manera de sobrevivir, con lo estrictamente básico, que su rico país no le puede proveer, por las razones que muchos conocemos.
Porque a pesar de tener un país proveedor de abundancia y ostentosos recursos, la mala gestión de la dictadura que lo oprime, lo tiene incapacitado para darle de comer a sus ciudadanos.
Soy Cristina, Tuve que emigrar, de Venezuela, me vine a Chile, estoy viviendo en la ciudad de Santiago hace ya nueve largos meses, digo largos porque se me han hecho una eternidad y lo que deseo es volver.
Me siento atrapada en un limbo de dilemas e incertidumbres, con emociones encontradas, con el anhelo de volver a mi casa, extrañando a mis plantas, mi cama, hasta el calorón que hace en mi pueblo, del que tanto renegaba, ahora lo veo bonito.
Pero cada vez que hablo con mis familiares, la mayoría adultos mayores y con enfermedades crónicas, me dicen que cada día las cosas empeoran más y más, que no regrese, que si lo hago cómo van hacer para comer, si con lo que les envío es que pueden medio resolver.
Acá vivo con mi hijo, mi nuera y mi nieta, por la bebé principalmente vine, para cuidarla y ayudar a los muchachos para que puedan salir tranquilos a trabajar, con la confianza de que su hija queda en buenas manos.
Los fines de semana tengo un trabajo de medio tiempo, lo que denominan part time, en una feria de comida, lo hago básicamente para distraerme y también para ganarme unos dólares y enviarlos a Venezuela y así poder ayudar a los míos.
En esa feria de comida, convivo con cualquier cantidad de venezolanos que trabajamos más de doce horas sin descanso, sin permiso para sentarse, o conversar, no, no señor, está prohibido, te regañan como a un muchachito y no puedes replicar; nunca en mi vida había trabajado tanto, cuando en mi país ya estaba jubilada, viviendo de mi sueldo y mi pensión, y así como yo, hay muchos que están comenzando de nuevo, en el ocaso de sus días.
En el área de atención al público, están los jóvenes, muchachos y muchachas hermosos, inteligentes, emprendedores, sin una pizca de flojera; muchos son bachilleres, que deberían estar haciendo una carrera universitaria y están aquí echándole pichón, como decimos en criollo.
Cuando suelo conversar con ellos, que generalmente es en el metro o en el micro bus, me cuentan de sus frustración al ver sus sueños truncados, muchos tienen a su madre o algún familiar enfermo de cáncer, y lo que ganan se lo envían para las medicinas y para que adquieran algunos alimentos.
También hay profesionales muy jóvenes, de todas las especialidades, abogados como mi hijo, que ahora trabaja en un hotel de recepcionista; médicos, ingenieros, contadores, publicistas, docentes; en fin un talento humano de primera, con empleos de tercera, trabajando duro para socorrer a su familia en nuestra amada Venezuela.
En el área de limpieza estoy yo, allí trabajamos los de la tercera edad, mi tarea es la limpieza de las áreas comunes y los baños, otros compañeros sacan la basura, otros son coperos (así le llaman aquí a los que friegan los platos, ollas, vasos y demás). Algunos más mayores no son empleados propiamente, pero ayudan a recoger los desperdicios para ganarse un almuerzo, con eso es suficiente para salvar el día, y amanecer vivo un día más.
A veces nos tratan bien, otras veces, los chilenos no pueden evitar que se le vea la xenofobia por las costuras, y se refieren a nosotros como indios muertos de hambre; los jóvenes son más amables y empáticos, se acercan a conversar y se ofrecen a ayudarte, incluso a defenderte si ven que a un patrón se le pasa la mano, queriendo abusar de su autoridad.
A veces me lleno de indignación y de coraje y me digo a mi misma, que no volveré a ese empleo, total no tengo que pagar arriendo y mi hijo me mantiene. Pero me reflejo en el rostro de cada uno de esos hermanos, que sí necesitan trabajar para poder garantizar su estadía en un país ajeno, y me pongo en el lugar de cada uno de ellos, trabajo con el mismo ahínco y esmero, como si se tratara de una cuestión de vida o muerte.
No puedo ser indiferente con mis hermanos, con mis compañeros de edad, con tantos jóvenes en los que veo a mis hijos y a mis nietos. El día de ayer, cuando estaba realizando mi faena de limpieza en los baños del local, entra una señora mayor que yo, con mas de 55 años, pudimos conversar con más fluidez y no a hurtadillas, porque se produjo un desperfecto en el ductor de agua y nos mandaron a parar las labores de limpieza.
Doña Elena, me contó que vivía en Caracas, en Guarenas, me decía que esa zona se había vuelto peligrosa, tuvo dos hijos, una hija que es bachiller y trabaja en la barra de la feria sirviendo tragos y cocteles.
El hijo varón el mayor, un ingeniero que trabajaba en una importante constructora; él se lo mataron para robarlo saliendo de su trabajo, entre lágrimas y un copioso llanto me narró lo sucedido:
_El dolor me enloqueció, literalmente, perdí la razón, cojí la calle, deambulaba por las cercanías de donde me mataron a mi muchacho, buscando respuestas que nunca encontré.
La vida perdió sentido para mí, me internaron en una clínica con el dinero de mi hijo, que cobramos por los años trabajados en la empresa. El tratamiento y los gastos médicos se consumieron todo el dinero, nos quedamos sin nada, tuvimos que vender los artefactos de la casa, para poder comer,cuando ese dinero se agotó, nos quedamos literalmente sin nada que comer.
Sandrita, así se llama mi niña, me convenció para que vendiéramos la casa y emigráramos, y como una autómata le dije que sí, ella tuvo que madurar más rápido encargarse de todo, porque yo era un alma en pena, una vida sin valor ni voluntad.
Viajamos por tierra, iniciamos la odisea de buscar empleo y nos contrataron de forma ilegal, pero nos han ayudado con los trámites migratorios. Aquí estamos, sobreviviendo y sin mi muchacho...
Elena estaba desconsolada en llanto, y yo le hacía el coro, porque soy una llorona de primera, además quien no se va a conmover con semejante tragedia.
Así como Elena hay historias e historias, dramas terribles y dolorosos, que escucho a diario y empatizo con cada uno, porque no podemos ser indiferentes, no podemos desconectarnos de una realidad inevitable, una realidad que nos llega muy de cerca, y no porque no necesitamos trabajar, vamos a dar la espalda y continuar por la vida como si no fuera problema nuestro.
Desde que llegué a Santiago he derramado las lágrimas que nunca antes había derramado en mi vida, he llorado por empatía, por impotencia, porque ayudo con muy poco y quisiera tener mucho más para dar y ayudar, hay tantos hermanos venezolanos solos, que duermen en la calle, muchas mujeres solas con sus hijitos durmiendo en el piso de una habitación, ahorita estamos en verano, no quiero imaginar cuando llegue el inclemente invierno.
Muchas veces me sumo en el llanto a la hora de comer, porque me cuesta llevarme un bocado a la boca cuando sé que muchos se van a la cama sin cenar. No puedo evitar esta culpa implícita, que precisa de mí más esfuerzo para ayudar, me reclama que no basta con escuchar historias tristes y regalar abrazos de consuelo, que si bien ayudan, se pueden materializar en recompensas materiales que precisan de urgencia, en un plato de comida caliente, en un colchón para retar al suelo duro y frío y en mantas y abrigos para esperan al invierno cuya llegada es inminente.
No podemos seguir indiferentes ante la tragedia que viven nuestros compatriotas venezolanos, que diariamente son arrojados a las calles, cada vez más empobrecidos, atestando las calles de los países suramericanos hermanos, quienes están hastiados y nos califican como un estorbo.
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que buena publicación felicitaciones @tipu curate 2
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Gracias equipo, abrazos!
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Gracias amigos